Sergio Michel y Rosario Chávez
Si bien la familia es supuestamente el espacio privilegiado para la transmisión de valores, sentido de pertenencia, auto-estima y confianza, es también el lugar donde llegan a ocurrir los aprendizajes más destructivos, traumáticos y disfuncionales; donde se transmiten patrones destructivos que con dificultad se borran al paso del tiempo, para convertirse en “herencias invisibles” que reproducen pautas culturales que contaminan de mil maneras a toda la sociedad por generaciones y generaciones. Los padres, por ejemplo, suelen estar poco presentes para escuchar y para hablar con honestidad. En lugar de utilizar el diálogo, desaprovechan las maravillosas oportunidades ¾conocidas como crisis y problemas¾ para descalificar, lastimar, modelar la violencia…
La capacidad de sanar heridas emocionales a través de intervenciones profesionales, individuales o colectivas, es muy limitada cuando se compara con la rapidez epidémica con la que se propaga “el trauma individual, familiar y social” en un mundo más y más saturado de suicidios, adicciones, violencia, embarazos adolescentes, depresión, corrupción, desconfianza básica, desigualdad, y desequilibrios climáticos brutales, entre otros males.
Terapias, consejos, libros, conferencias, sermones dominicales, políticas públicas y programas preventivos variados ¾a pesar de las mejores intenciones¾, adolecen de un sesgo asistencialista y difícilmente transforman creencias y patrones pobres de relación. Ante todo esto nos preguntamos: ¿Qué nos toca hacer más allá de sentirnos arrollados ante las condiciones actuales? Desde nuestra visión avizoramos una masa crítica de personas, familias y pequeños grupos conspiradores del diálogo que, al dar testimonio en su vida cotidiana de formas de relación de equidad ¾con libertad y conexión¾, pueden desencadenar una perturbación social que nos mueva como humanidad en la dirección de comunidades humanas más evolucionadas a través de la conexión([1]). Desde la trinchera del Desarrollo Humano, creemos profundamente en la gran oportunidad de sanación, conexión y crecimiento oculta detrás de cada crisis.
Proponemos, como punto de apalancamiento a la familia, el espacio donde se construye y recrea la sociedad. El Espacio Protegido del Dialogo (EPD) ([2]) se ha develado para nosotros como un recurso viable, reproducible y autosustentable, para la consolidación de relaciones humanas significativas y sanadoras. La promoción del EPD en la familia puede contribuir de abajo hacia arriba, de lo micro a lo macro, al proceso de inteligencia emergente y regenerador (en contraste con el sistema disfuncional y autodestructivo actual que, en lugar de sanar heridas, las crea constantemente). Nos mueve el sueño de construir en cada rincón del país, donde haya una familia dispuesta, un espacio de reconstrucción emocional. La propuesta del EPD no busca escudriñar en la patología de las personas.
Busca más bien construir a partir de sus recursos, al estilo de Peter Drucker ([3]), que refería que la función del líder es alinearse con las fortalezas y carismas de los miembros de un grupo, de manera que sus deficiencias se conviertan en irrelevantes. En esta línea de pensamiento, en la práctica del EPD no importa tanto cuán deteriorada o desvitalizada se encuentre una relación actual o cuantas heridas o “patologías” puedan ser registradas en la cuenta de cada participante. Lo realmente relevante es la disposición y disciplina para asomarse provisionalmente al camino del dialogo protegido y experimentar destellos esperanzadores de “cercanía con libertad” con la pareja, el hermano, la madre, el hijo o el compañero, para entonces decidir si vale o no la pena convertirlo en parte de la propia cultura.
La práctica del EPD puede resultar peligrosa. Puede cautivar por su riqueza y sencillez. Puede llevar a experimentar en carne propia lo ocurrido en aquella utopía de la primera guerra mundial convertida en película, “Joyeux Nöel”, donde soldados peleados a muerte de pronto, en una experiencia transformadora, se conectan y se hermanan a partir de compartir algo tan sencillo y a la vez poderoso: una foto de su experiencia. El EPD puede llevarnos a tocar por un instante eso que necesitamos tanto globalmente como en este país: el tiempo de conexión con el otro, más allá de las diferencias.
Qué es el espacio protegido del diálogo
El EPD es un recurso de inspiración humanista accesible a cualquier familia, pareja o relación en general, para promover de manera simple y poderosa la construcción “de abajo hacia arriba” de una cultura de paz, respeto y promoción humana, a partir de un nuevo conocimiento que surge de la integración de realidades múltiples tal como son compartidas por dos o más personas ([4]). La práctica del EPD promueve al interior de la familia ¾sin la dependencia de expertos externos¾ un movimiento en dirección hacia una mayor inteligencia colectiva, emergente y autosustentable, de promoción humana sin violencia ¾especialmente cuando surgen las crisis y las diferencias entre sus miembros.
La clave de ese algo especial, capaz de hacer la gran diferencia y encender el potencial transformador de una conversación convertida en verdadero proceso de conexión, de inteligencia interpersonal autosustentable, se va tejiendo con los hilos de dos elementos básicos propuestos por Mahrer ([5]): la escucha experiencial y el acceso a momentos de sentimiento fuerte (MSF).
Alvin Mahrer, psicoterapeuta galardonado por la APA, innovador y creador de la Terapia Experiencial nos inspira con su directa, sencilla y poderosa manera de abrir una sesión: “Dame una escena de sentimientos fuertes… cualquier escena de sentimiento fuerte es suficiente. Tal vez un evento ocurrido ayer, hace dos semanas, el año pasado o aún antes…” En lugar de solicitar antecedentes históricos del problema o cualquier otra cosa parecida a una historia clínica, el arranque de un EPD invita, en línea con lo propuesto por Mahrer, a recorrer un atajo accesible a la gente común y corriente dispuesta a construir un espacio de diálogo: “Dame una escena donde te sentiste tal vez encantado, feliz, poderoso, divertido o quizás ignorado, lastimado, solo aterrado… cualquier sentimiento fuerte, agradable o desagradable, es bienvenido…” Una foto de la experiencia, al estilo Mahrer, resulta ser un poderoso recurso saturado de conexión.
Tiempo de conexión en familia.
La propuesta del Programa de Desarrollo Humano aplicado a la familia (PECES) ([6]), popularizó hace algún tiempo la metáfora de la cuenta del banco que cada hijo lleva de manera implícita en relación con sus padres. Más recientemente, Covey ([7]) retoma la idea de PECES y la relanza con un nuevo formato: el banco emocional. Esta idea sugiere que el padre de familia efectivo durante la infancia y adolescencia de sus hijos, dependiendo de su tipo de reacción ante eventos críticos, va aumentando el capital afectivo si responde con conexión y sensibilidad.
Por otro lado el capital afectivo decrece, hasta alcanzar números rojos, si la respuesta parental es de desconexión. Es decir, cada vez que papá o mamá desacredita las opiniones o sentimientos de su hijo o responde de manera agresiva, usa palabras ofensivas, ejecuta un acto violento, castiga, regaña, incumple un acuerdo o niega un permiso sin escuchar razones. Uno de los elementos que aporta más a los depósitos de la cuenta emocional, de hecho, no tiene relación con complacer, aprobar, comprar artículos caros o premiar.
Aunque el recibir cosas materiales y privilegios puede ciertamente ser apreciado por el hijo, quien lo traduce a una contabilidad positiva con sus padres, lo que resulta en última instancia de mayor valor para un hijo es el ser verdaderamente acompañado en la experiencia, a veces de manera silenciosa, otras veces a través de ser validado y respetado en sus sentimientos y opiniones.
La idea del tiempo especial familiar en sus versiones originales ¾como la del programa PECES¾ consistía en pasar el tiempo juntos, padre e hijo, llevando a cabo actividades disfrutables especialmente para los hijos: juegos, paseos, viajes, deportes. En una etapa posterior en la evolución del concepto, Alvin Mahrer enriquece el recurso al incorporar un elemento de gran impacto. Este autor, en el mismo espíritu de Thich Nath Hanh ([8]) y su escucha profunda, sugiere a los padres durante su tiempo especial centrarse en la escucha experiencial aun con bebés que todavía no caminan ni hablan.
Una de las funciones del tiempo especial ([9]) es la de promover la salud mental y el funcionamiento óptimo en la familia, a partir de actividades de alto impacto potencial en el desarrollo saludable de un hijo que, paradójicamente, se produce con un mínimo de inversión en términos de tiempo. Esta actividad requiere de treinta a sesenta minutos para estar con el hijo en condiciones óptimas de presencia total, con el único objetivo de entrar a su mundo interior.
Durante los treinta o más minutos de “tiempo especial con escucha experiencial”, el papá facilitador no necesita en lo absoluto del recurso del lenguaje oral. Si es el caso de un bebé que empieza a gatear o a dar vueltas alrededor de la silla emitiendo sonidos extraños, el padre-facilitador hace lo mismo. En un momento los dos, adulto y bebé, pueden estar frente a frente en un aparente concurso de trompetillas aderezadas con sonidos guturales.
De ahí, ambos proceden a jugar con el lodo o a hacer bolitas de plastilina o a dar maromas en el pasto o a arrastrarse como serpientes por debajo de la cama. Pueden así mismo dibujar en una hoja de cartulina, tirada en el piso, figuras extrañas de diferentes colores y formas. Cada movimiento, expresión o creación artística hecha por el o la pequeña, es experimentado también por el adulto que se deja guiar con una actitud de frescura. Es como jugar a “sigamos al líder”, donde el padre o la madre acompañante no se limitan a repetir la conducta de manera acartonada ¾lo cual estaría muy cerca del remedo burlesco. Durante el tiempo de calidad experiencial, el cuidador se dispone más bien a representar internamente, con la mayor dosis de fidelidad, la experiencia del niño o niña en cuestión. La consigna del padre facilitador durante esos treinta minutos es “imaginar cómo se siente” el pequeño. Desde esta perspectiva, el uso del lenguaje verbal lleno de palabras y contenidos puede ser secundario durante la práctica del tiempo especial.
Un niño tailandés y un instructor colombiano, por ejemplo, no tendrían ninguna dificultad para convivir durante media hora en un delicioso espacio y tiempo de presencia. Más que de un entrenamiento sofisticado, complejo y difícil, el escuchar experiencial durante el tiempo especial requiere del padre liberar su capacidad natural, ya presente desde su infancia, para “espejear y jugar a ser la otra persona”. En otras palabras, escuchar experiencialmente no requiere tanto del dominio de una técnica, cuanto del poner en pausa al ego y deshacerse, al menos mientras transcurre la experiencia, de todas las formas aprendidas para mejorar al prójimo, tanto profesionales como callejeras: ayudar, corregir, instruir, ser útil, corregir, enseñar ([10]). Cuando el pequeño crece y aparece el lenguaje, este es incluido en la interacción.
El tiempo especial sigue privilegiando el acto de escucha experiencial, cuya prioridad es entender e imaginar la experiencia del otro. Durante ese tiempo de calidad se renuncia a cambiar al hijo o a “solucionarle un problema”. Toda la energía esta invertida en entenderlo. El tiempo especial de presencia se convierte entonces en un espacio para construir conexión con libertad, un espacio protegido de diálogo donde papá no contesta preguntas, trata de entenderlas primero; no se defiende ante reclamos, solo trata de imaginar los sentimientos implícitos. El tiempo especial es pues un espacio programado o espontáneo, donde la escucha es el principal recurso. El contexto puede variar: un juego, un paseo, estar sentados viendo la televisión, la hora de la comida, el momento antes de dormir cuando mamá pregunta al hijo “hoy te he visto muy callado, ¿te puedo preguntar si estás triste..?”.
El tiempo especial experiencial requiere de la presencia total, es decir, de estar verdaderamente ahí con toda la atención puesta en la experiencia del niño. Cuando durante el tiempo especial asignado suena el teléfono, papá deja que suene y se grabe el mensaje o también puede contestar rápidamente y aprovechar para que el hijo escuche una afirmación contundente y breve: “En este momento no te puedo contestar porque estoy en una reunión muy importante con mi hijo”. Finalmente el tiempo especial es un tiempo exclusivo con una persona, no es un paseo familiar o una salida a cenar con varios amigos y hermanos. Las reuniones sociales, la convivencia con los primos, los tíos, los vecinos o los compadres, aunque tienen su lugar e importancia en la convivencia familiar, ¡no son tiempo especial! El tiempo de calidad requiere de atención exclusiva y condiciones de privacidad para que la niña o el niño pueda verdaderamente experimentar confianza y conexión.
Muchas veces experiencias de acoso sexual, de hostigamiento en la escuela, de enamoramiento o decepción, pueden ser compartidas de manera libre y natural durante un tiempo especial, convertido así en un espacio de sanación y aprendizaje. Puede ocurrir, por el contrario, que cuando papá o mama están distraídos con sus propias tareas o pensamientos, los pequeños o grandes dramas del hijo pasan totalmente desapercibidos. Por eso, en la metáfora de la cuenta bancaria entre padres e hijos, cada acto de escucha experiencial representa un fuerte depósito, ya sea durante la asignación programada de tiempo especial semanal o cuando ocurre improvisadamente ¾ante las crisis, eventos inesperados, momentos de dificultad o de logro¾ y la receptividad emocional es aún mayor.
Alvin Mahrer, J. Bowlby ([11],) Cassandra Vietten ([12]), Marcy Axness ([13]), Jon Kabatzin ([14]), Gabor Maté ([15]), Niegel Marsh ([16]), McTaggart y Thich Nhat Hanh ([17]) y Stieffen ([18]) son sólo algunos autores que, desde diferentes perspectivas, han apuntado en la misma dirección: el tiempo de calidad con presencia y consistencia que un padre invierte en su hijo indudablemente haría un mundo mejor.
Hay evidencia abundante que sugiere que la presencia parental de calidad, en las etapas tempranas del desarrollo de niños, está claramente correlacionada con las posibilidades de una mejor calidad de vida en la etapa adulta. La incidencia de conductas delictivas durante la adolescencia y la adultez temprana, por ejemplo, fue significativamente menor en un estudio longitudinal, ya clásico, con niños que formaron parte de un programa de promoción de tiempo de calidad parental de la Universidad de Syracusa ([19]). Desde esta perspectiva, los programas sociales y las políticas públicas para erradicar la violencia tendrían que girar alrededor de la promoción de espacios de alta calidad entre padres e hijos. Por otro lado, el mayor tiempo cronológico que un padre con disponibilidad puede compartir con sus hijos es insuficiente si no está impregnado de presencia.
La “presencia ausente” que muchos padres proporcionan a sus hijos, sostienen algunos expertos, dificultará que los hijos estén presentes a su vez en el mundo. Gabor Maté ([20]) en su obra Scattered mind sobre el “déficit de atención” sostiene, de manera enfática, que un niño con este diagnóstico es un niño que precisamente experimentó déficit de atención por parte de sus cuidadores primarios. En otras palabras, es un niño que no ha vivido la experiencia de ser acompañado con presencia –llámese juego, diálogo o tiempo de calidad.
Esta sencilla consigna ¾regálales presencia a tus hijos¾ de gran impacto en el largo plazo sobre la salud mental de un niño, enfrenta dificultades variadas a pesar de su aparente viabilidad. Existen distracciones externas que impiden a un padre estar verdaderamente presente durante el tiempo asignado para su hijo. Contestar una llamada, revisar el correo electrónico, ir a abrir la puerta, revisar papeles, ver la televisión… son todas distracciones que reducen el grado de presencia. Existen sin embargo las distracciones internas, mucho más comunes y desapercibidas pero con efecto no menos nocivo.
El gran distractor interno del tiempo de presencia es precisamente el ruido interior. Según Charlie Greer ([21]) los seres humanos tenemos en promedio un pensamiento cada cuatro segundos: aproximadamente mil por hora. La gran mayoría de los padres se encuentran atrapados en el ruido interior. Sus mentes están tan dispersas con sus propios pensamientos ¾expectativas, juicios, prejuicios, temores¾, que difícilmente pueden concentrarse en lo que su hijo está tratando de expresar.
La mente se mantiene distraída mientras el pequeño habla. Cuando alguien le pregunta a papá ¿qué estás pensando? y este responde “nada” seguramente está mintiendo, no por falta de honestidad, sino por falta del hábito de auto observación. La mente prácticamente nunca se calla. No se requiere estar esquizofrénico para escuchar voces constantemente. Las personas comunes y corrientes producimos nuestra respectiva dosis de mil pensamientos por hora, muchos de los cuales totalmente alucinados.
Por eso, aunque dispongan de tiempo, los padres con frecuencia no saben cómo acompañar simplemente a sus hijos sin dar rienda a sus voces internas expertas en interrumpir, aconsejar, sermonear, regañar, informar. No saben cómo responder a su hijo en momentos críticos y difíciles cuando ocasionalmente este les dice: “Quieres más a mi hermano que a mí; nunca estás en la casa…” Ante tal reclamo los padres experimentan grandes dificultades para permanecer conectados en la experiencia del hijo, sin buscar cambiarla; para asomarse a una manera alternativa y humildemente poderosa de escuchar y responder con un: “me imagino hijo que a veces te sientes poco importante para mí… platícame más de eso, quiero entenderlo, dame una foto, prometo no interrumpirte”.
Carl Rogers ([22]) compartía en tono divertido su experiencia al estar facilitando la comunicación de una pareja que sin el menor recato se arrebataba uno al otro la palabra, en un intercambio que se prolongaba dolorosamente, con la sensación de cada vez mayor distancia, invalidación mutua y crispación. Probablemente agotado de oír este intercambio de argumentos Carl se puso de pie y casi arrebatando el micrófono le preguntó al marido.
“¿Me puedes repetir lo que justamente acaba de decir tu mujer?”
“Es que las cosas no fueron así, lo que pasa es que ella…”
“¿Me puedes repetir, solamente repetir exactamente lo que ella acaba de decir?”, insistió Rogers.
“Bueno, ella acaba de decir que mmhh… este… dijo que…. mmhh… mmhh… mmhh… este… ¿Me puedes repetir querida lo que justamente acabas de decir?”
Ahí comenzó el proceso terapéutico, el proceso de conexión: cuando el marido reconoció que, por estar absorto en sus propios pensamientos, por estar ocupado preparando sus respuestas, había dejado de escuchar a su mujer. Cuando el marido por primera vez se concentró solamente en verificar lo que ella estaba diciendo y dejó de distraerse en la elaboración de sus propios argumentos, se inició el verdadero diálogo.
Para aquellos padres que han establecido como una de sus prioridades dentro de la familia la construcción de hijos mejores, más sanos, autónomos y felices, por lo menos diez minutos diarios de verdadera presencia pueden resultar más eficaces que mil terapias, la asistencia a escuelas caras de educación trilingüe, viajes a Disneylandia, costosas consolas de videojuegos o una casa bonita. Quien no puede dedicar a su hijo un breve periodo de tiempo diario o mínimamente a la semana, con verdadera presencia, no importa cuán duro trabaje o cuanto gaste en su educación o cuan altas sean las expectativas para que el hijo destaque… probablemente se va a sentir decepcionado al paso del tiempo. Thich Nhat Hanh ha sostenido que el regalo más preciado que se le puede hacer a un ser amado consiste en estar ahí con él, en total presencia. Para este autor la escucha profunda (deep listening) es precisamente el instrumento para estar presente en una relación y a partir de ahí construir un mundo mejor.
El tiempo de calidad es un espacio para entrar en contacto con la propia experiencia personal; un espacio de oportunidad que, cuando se hace de manera protegida, abre también la puerta a explorar resentimientos guardados y a sanar heridas añejas y recientes. Por otro lado, al compartir aprecios y agradecimientos en el tiempo de calidad, también se fortalece la relación. Esta doble función, expresada a través de sacar resentimientos y expresar agradecimientos ¾cuidados, apoyo, confianza¾ ha sido equiparada por González ([23]) con las funciones propias del sistema circulatorio para llevar nutrientes y limpiar de toxinas al organismo.
“Platícame una experiencia donde te sentiste lastimado, herido… cuéntame de una vez que te sentiste importante, cuidado, apoyado” son dos preguntas que transmiten el espíritu de la función de limpiar y nutrir. Ante una condición de crisis o ante un evento inesperado, la amígdala ¾conocida como la estructura cerebral que procesa información emocional implícita ([24])¾ es capaz de procesar metaforicamente “multiplicado por mil” el peso de cualquier muestra de reprobación, falta de respeto, abandono, descuido o invalidación.
Pero también cuando la amígdala está abierta o activada, es decir, cuando se está viviendo una experiencia inesperada, critica, intensa, las muestras simultáneas de aprecio y de respeto ¾transmitidas implícitamente a través de un acto de escucha¾ tienen un efecto multiplicado por mil. Así pues, tanto un acto ofensivo como uno de validación ¾uno solo¾ transmitido en un momento de expansión, puede ser registrado con mayor intensidad por un hijo. Por eso los momentos de crisis: cuando tu hija reprobó año, terminó con el novio, fue excluida del equipo de futbol o cuando sus amigas le aplicaron “la ley del hielo” y ella llega destrozada, son maravillosas ocasiones para hacerle llegar un mensaje implícito de profundo impacto, a través de un acto de escucha: “te quiero, eres importante para mí…”
El momento de expansión ¿riesgo u oportunidad?
Dos niñas fueron descubiertas besándose con sus respectivos novios en el baño de hombres de la telesecundaria. Después del vergonzoso incidente una de ellas, Rosa María, de pronto se encontró en la oficina del director. Su mamá había sido localizada y requerida de inmediato para venir a recogerla y recibir la grave queja. Cuando mamá terminó de escuchar el relato del director frente a su hija, que permaneció callada, no pudo contener su rabia y con voz áspera y una mirada llena de reprobación le dijo: “Sigue así y vas acabar de puta, te debería dar vergüenza”. Acto seguido el director informó a la madre la suspensión de cuatro días y pide para la joven un castigo ejemplar. Al salir de la escuela, rumbo a casa, mamá no le dirige una palabra a su hija. Al pasar por un pequeño parque la niña se detiene un momento a recoger un cuaderno que se salió de su mochila y ese pequeño incidente basta para que mamá vuelva a romper el silencio y le propine un fuerte golpe en la cabeza.
“Ni siquiera eres buena para cerrar bien tu mochila, siempre andas tirando todo en la calle y claro aquí está tu pendeja, que te tiene que comprar los cuadernos y lápices que dejas regados por el camino”. De por sí avergonzada por el suceso, a partir de ese momento la niña guarda en su memoria con especial nitidez las palabras y el golpe seco de su madre, impregnado de una sensación de rechazo, de reprobación a toda su persona. Durante los cuatro días de suspensión la joven se vivió totalmente ignorada por su madre, quien la mantuvo encerrada en casa lavando y planchando.
Tres semanas después, agobiada por el hostigamiento de la escuela aunado al de su casa, la joven opta por escaparse con su novio de apenas catorce años. La joven termina viviendo en la casa de la “suegra” a la que informa dos meses después que está embarazada. Ni las groserías ni el golpe que le propinó mamá llevaban la intención de dañar. Mamá simplemente estaba profundamente frustrada y en ese estado repetía con su hija lo que ella misma había aprendido de su propia madre.
Amaba de verdad a su hija, su buena intención al educarla con castigos era hacerla reaccionar, enderezarla… su miedo de verla caer en desgracia la hacía apegarse al principio pedagógico de “a grandes males grandes remedios”. Su intención era buena pero sus métodos pedagógicos y sus resultados, pésimos. Mamá había sido maltratada de niña y ahora con su propia hija reproducía la misma receta que le habían aplicado a ella. En ese instante fugaz de crisis, al golpear a su hija y decirle “pendeja”, había alcanzado tristemente un mucho mayor impacto que el transmitido durante largas horas de cuidados cotidianos cuando la acompañaba a la escuela, cuando le servía sus alimentos, cuando le compraba zapatos.
A Martha, la otra joven sorprendida junto con Rosa María, le sonrió una suerte diferente. Cuando en la dirección de la escuela su madre recibió del director su versión de la grave falta y la cordial invitación a castigarla para hacerla entrar en razón, sólo respondió: “Voy a platicar con ella señor director. Usted sabe yo la quiero mucho y esto que ocurrió me preocupa. Quiero escucharla primero si ella está dispuesta a hablar, ya ve usted que ahorita no ha abierto la boca para nada”. De camino a casa, justo en el mismo parquecito donde media hora antes había sido golpeada y pendejeada su amiga Rosa María, la mamá de Martha toma su hija suavemente del brazo y la invita a sentarse en una banquita. Aunque aparentemente se trata de un momento insignificante, cotidiano, fácilmente olvidable, ¡no es así! La amígdala, junto con el hipocampo de Martha, se encuentran en estado total de alerta, con esa receptividad especial que se da en momentos de crisis para grabar en la memoria emocional todo lo que ocurre.
El cerebro emocional de la niña está procesando cada detalle. Dentro de cuarenta años todavía recordará el color del vestido de su madre ese día, las dos casuarinas del pequeño jardín y la banca de cemento recién pintada de blanco. Asimismo recordará esa agradable sensación en su hombro tocado por la mano afectuosa de su madre que, con un tono suave, la invita a platicar. Le transmitió un mensaje implícito de aceptación. “Me imagino que te debes sentir muy mal con todo esto que pasó, cuando te vi tan callada con el director y vi cómo apretabas la boca pensé que te estaba doliendo todo esto. En este momento te quiero decir que solo quiero escucharte. ¿Te puedo preguntar cómo te sientes?”
“Muy mal…”
“Muy mal, me imagino” (silencio)
“Imagínate ¾continuó la joven con cautela¾ de repente entraron el director con la prefecta al baño donde estábamos los cuatro. En ese momento me quise morir”
“Te sentiste muy avergonzada de verdad”
“Y al pasar frente al salón 2º C todos los niños se asomaron y se estaban riendo y me gritaban cosas”
“Te debiste haber sentido muy apenada, como exhibida, ¿algo así?”
“Exacto, quería que me tragara la tierra”
En ese momento mamá no tiene idea de que en el cerebro de su hija existe una pequeña estructura llamada amígdala y que está registrando un mensaje implícito: “te entiendo, me importas…” Mamá no tiene el conocimiento formal del proceso que ocurre en el cerebro de su hija. No sabe que en momentos de crisis se abre el circuito del tálamo a la amígdala y que lo que entra en ese instante se queda grabado en su memoria emocional. Pero lo que si sabe con su corazón, de manera intuitiva, es que ese es un momento importante, muy importante para su hija, cuando como madre puede depositar en el corazón de la joven igualmente culpa, vergüenza, rechazo o confianza y aceptación.
“¿Y ese niño es importante para ti?”
“La verdad sí, todo el tiempo estoy pensando en él”
“Te gusta mucho, ¿sientes algo especial hacia él?”
“Él ha tenido muchas novias y ahora que me pidió que yo saliera con él, la verdad no me lo esperaba y luego cuando me dijo que nos viéramos en el baño con mi amiga Rosy. Yo, por un lado no quería ir, tenía algo de miedo, pero pensé que si le decía que no, se iba a enojar”
En ese momento mamá sintió que sus diferentes estados del ego se le arremolinaban en la boca, quería llenar a su hija de consejos, advertencias y críticas contra “el imbécil ese que estaba queriendo abusar de su hija”. Respiró profundo y por un momento reconoció una discreta punzada en el lado derecho de su estomago. No se peleó con ella, solo se quedó por unos segundos sintiéndola con total aceptación. “Las sensaciones no las puedes cambiar. Más te vale aceptarlas. Las sensaciones son obligatorias, los pensamientos son opcionales –se repetía mentalmente mientras guardaba silencio frente a su hija”.
Continuó por unos momentos más impregnando de aceptación ese piquetito en la parte derecha de su estomago y dejo pasar sus pensamientos sin subirse a ellos antes de disponerse de nuevo a poner toda ¾toditita¾ su atención, en la experiencia de su hija. “En esta ocasión, pensó para sus adentros, no es momento de convencerla. Quiero primero entenderla y confiar que ella es capaz, no es ninguna pendeja, sé que si la escucho su inteligencia se irá aclarando y aunque no tengo idea que será, sé que algo bueno saldrá de todo esto”. No quería aplaudir o aprobar la conducta de su hija… pero tampoco tenía que condenarla. Quería ir más allá del estrecho mundo donde solo hay dos opciones: la aprobación o la desaprobación. En ese momento, al querer simplemente escuchar a su hija, sin darse cuenta estaba rompiendo un viejo hábito, una costumbre ancestral de educar con buena intención y malos resultados, a través de castigar lo malo y premiar lo bueno.
“Me imagino lo difícil que por momentos es decirle que no, cuando él te gusta tanto. Es como si tuvieras miedo de perderlo si no lo complaces”
“Si ¿verdad? Es como si tuviera miedo de que me deje si no lo complazco, como si tuviera que comprar cariño… eso no me gusta. Me gusta mucho él pero no me gusta eso de sentirme forzada a hacer cosas para que no se enoje”
En una primera instancia, la crisis fue similar para las dos jóvenes de la telesecundaria. Ambas experimentaron la bochornosa experiencia de ser sorprendías besándose con unos niños en el baño de los hombres.
A las dos se les activó la amígdala durante ese par de horas en que transcurrió todo el drama y recibieron las miradas inquisidoras y las burlas de sus compañeros. Ambas van a recordar muchos más detalles de esas dos horas que de las más de quinientas que pasaron en sus clases de biología, matemáticas o ciencias sociales. Mientras Rosa María recordará la sensación que tuvo cuando su madre le dijo puta en momentos de expansión de su memoria emocional, Martha recordara que su madre le toco suavemente el hombro y le dijo quiero escucharte. Martha tendrá precisamente un recuerdo emocional “implícito”, no en forma de palabras, sino de una deliciosa sensación de ser incondicionalmente querida a pesar de ser imperfecta.
Para la mamá de Marta la práctica del tiempo de diálogo se llevaba a cabo como una actividad programada de manera semanal o quincenal. Otras veces, como ese día y justamente gracias a esa crisis, apareció como una inesperada oportunidad de conexión.
La mamá de Rosa María, abrumada por sus propias heridas, carencias y angustia por enderezarle el camino a su hija, utilizó el momento de expansión de la amígdala para sorrajarle a su hija la palabra puta y depositar en su memoria emocional la experiencia de rechazo, culpa y violencia. La mamá de Martha, en contraste, aprovechó la ocasión de una amígdala expandida para realizar un magnífico depósito de presencia amorosa, de amor incondicional y de confianza. Por su parte esa joven, con todo ese capital a su favor, ya no tuvo que poner su energía en defenderse de nada pues se supo querida y aceptada así, tal cual es.
Su mente se movió suavemente del modo de defensa al modo de crecimiento, al de inteligencia emergente. Desde ahí pudo descubrir por sí misma que el precio de dejarse besar por un joven mujeriego y bien parecido era demasiado alto. Nunca más aceptó dejarse besar o acariciar bajo chantaje ni la presión de “no seas miedosa…” Ese día Martha se sintió profundamente privilegiada de la confianza que su mamá le demostró y decidió convertir esa experiencia, ese tiempo de calidad inesperado, en una gran oportunidad de aprendizaje. No en una experiencia traumática, un lastre para toda su vida.
Su amiga Rosa María no tuvo la misma suerte: agobiada por la hostilidad de su casa y de la escuela, se quedó en el modo de defensa. Ese modo que, cuando se convierte en crónico, lleva a la gente inteligente a cometer actos estúpidos; a ejercer la violencia como medio de protección, a concentrarse en defenderse más que en aprender. Se fugó con su calenturiento noviecito y tres meses después del evento dejó la escuela y se fue a vivir a la casa de la “suegra”, a seguir siendo maltratada. A los seis meses ya estaba embarazada de un bebé que se iniciaría en la vida con el pie izquierdo.
Referencias
[1] Hubbard Marx. B. (1993) The Revelation: Our Crisis is a Birth (The Book of Co-Creation). Ed. Foundation for Conscious Evolution.